A 50 años del golpe en Uruguay Un racconto personal de la historia contemporánea de mi país

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Este mes de junio conmemoramos el cincuentenario del golpe en Uruguay. Mi país rara vez aparece en los titulares de los medios de comunicación mundiales –más allá de nuestra participación más o menos exitosa en torneos de fútbol continentales o mundiales–, pero puede ofrecer lecciones útiles para otros países. El golpe uruguayo se produjo unas pocas semanas antes del derrocamiento de Salvador Allende en Chile y tres años antes de la toma del poder por los militares en Argentina, marcando el comienzo de un oscuro periodo de la historia latinoamericana caracterizado por la dura represión política y la imposición de políticas neoliberales que más tarde se aplicarían en otras regiones.

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Longread de

Front pages of Montevideo newspapers on 27 June 1973

Credit: La Diaria

27 de junio de 1973: portadas de los diarios de Montevideo anunciando el golpe.

Pertenezco a una generación que no sufrió las formas más brutales de represión dictatorial. Cuando los militares tomaron el poder, estábamos en la escuela primaria. Cuando surgió el movimiento guerrillero, estábamos siendo amamantados por nuestras madres. Cuando nuestros padres, hermanos mayores, tíos, tías y vecinos fueron enviados a la cárcel, a la tortura, al exilio o a la muerte, yo estaba ocupado jugando con mis amigos de la infancia o preocupado por penas pasajeras de la adolescencia. Soy de la generación que creció en un periodo gris, triste y amargo de la historia de mi país. Pero también pertenezco a la cohorte que participó en la última ola de movilizaciones antidictatoriales, celebró con pasión la recuperación de las instituciones y libertades democráticas, luchó contra la ofensiva neoliberal de los años ochenta y noventa, contribuyó a las victorias sin precedentes de la izquierda en las elecciones locales y nacionales y fue protagonista de transformaciones radicales en el perfil político, social y económico del país. Para quienes nacimos en Uruguay en la década de los sesenta, reflexionar sobre medio siglo de historia uruguaya desde el golpe de 1973 significa una revisión de los factores políticos, sociales y económicos que condujeron al colapso de la democracia que nunca puede ser totalmente objetiva.

Este longread –dirigido principalmente a lectores extranjeros– ofrece una reflexión personal sobre algunas fechas, personajes y tensiones antes, durante y después del golpe, con la aspiración de ayudar a prevenir regresiones al autoritarismo y la violación de los derechos humanos en otros países del mundo.

7 de junio de 1973: arribo de los militares al Palacio Legislativo para clausurar el Parlamento

Credit: Archivo del diario El País de Montevideo

7 de junio de 1973: arribo de los militares al Palacio Legislativo para clausurar el Parlamento.

El contexto nacional, regional y mundial antes y en el momento del golpe de Estado

En Uruguay recordamos el 27 de junio de 1973 como la fecha de inicio de la dictadura. La quiebra institucional, sin embargo, no se produjo de la noche a la mañana; fue la conclusión de un proceso relativamente largo de erosión de un modelo muy peculiar de democracia liberal en un país que era y sigue siendo bastante atípico en el contexto latinoamericano.

Cuando comenzó la dictadura yo cursaba segundo año de primaria en la Escuela 11, una escuela pública de un barrio obrero de mi ciudad, Paysandú. No tengo recuerdos concretos del día del golpe, pero probablemente mi maestra nos estaba dando una clase de geografía uruguaya: “una penillanura suavemente ondulada, sin las montañas, selvas o desiertos que caracterizan a otros países de la región”, como aprendimos en un libro de texto de la época.

Pero la geografía no es el único elemento que definiría el carácter supuestamente excepcional del Uruguay. A diferencia de la mayoría de los sistemas políticos de América Latina, caracterizados por partidos débiles y de corta historia, los dos grandes partidos tradicionales de Uruguay (que hegemonizaron la política nacional hasta finales de los años ochenta) figuran entre los más antiguos del mundo. El Partido Colorado y el Partido Nacional se fundaron en la década de 1830 en el contexto del propio nacimiento del Uruguay como Estado independiente.

El fuerte sistema de partidos que ha caracterizado históricamente la arquitectura política uruguaya incluye también una izquierda con una larga historia y una vocación de unidad que ha merecido la admiración de militantes de otros países de la región y del mundo. Mientras en otros lugares los partidos y movimientos progresistas se enfrentan entre sí, en Uruguay prácticamente todas las corrientes de izquierda –comunistas, socialistas, ex anarquistas, socialdemócratas, cristianos progresistas y ex guerrilleros– se unieron en la creación de la coalición Frente Amplio en 1971. A pesar de haber sido brutalmente reprimida durante la dictadura, la izquierda resurgió unida y conquistó el gobierno nacional entre 2005 y 2020. Es muy probable (y deseable, dada mi identidad frenteamplista) que la izquierda recupere el gobierno nacional en las elecciones del próximo año, al tiempo que sigue gobernando en los departamentos de Montevideo, Canelones y Salto, donde reside más del 60% de la población del país.

La fundación del Frente Amplio en 1971 fue el resultado de intentos anteriores de unificación y de la síntesis de planteamientos no sectarios centrados en la identificación de dos enemigos comunes: el imperialismo y la oligarquía local. La construcción del Frente Amplio en los años inmediatamente anteriores a la dictadura se basó en la articulación de un programa político, una organización de base y una plataforma electoral comunes. En gran medida, la unificación de la izquierda política se nutrió de la experiencia de convergencia sindical estructurada en torno a una única confederación nacional que había logrado reposicionar reivindicaciones parciales e inmediatas dentro de un programa coherente, coherente y viable de soluciones viables para los grandes problemas del país.

Otro elemento crucial que ha contribuido a definir el supuesto excepcionalismo uruguayo es la prolongada y generalizada presencia de un Estado benevolente que durante muchas décadas garantizó derechos cívicos, sociales y económicos, dando lugar a una interpretación de lo público como sinónimo de Estado y a la primacía de lo público sobre lo privado. La matriz democrático-pluralista, estatalista y partidocéntrica de la sociedad uruguaya también se ha caracterizado –desde principios del siglo pasado– por la preferencia por vías graduales y reformistas para el cambio social y político y la preponderancia de una cultura política urbana (con más del 90% de la población residiendo desde la primera mitad del siglo pasado en la capital, Montevideo, y otras ciudades). Los historiadores también mencionan la creación de un peculiar Estado del bienestar a principios del siglo XX, con la introducción de una legislación laboral avanzada y reformas sociales sin precedentes en la región y en mundo.

El modelo uruguayo de desarrollo, centrado en el Estado, surgió a principios del siglo XX, durante las presidencias de José Batlle y Ordoñéz, una figura política que hoy caracterizaríamos como ‘socialdemócrata’. En los turbulentos tiempos de las dos primeras décadas del siglo pasado y ante el creciente malestar social y político, el Estado uruguayo implantó varias reformas legislativas muy avanzadas para la época, como el seguro de desempleo, la baja por maternidad remunerada, el divorcio a petición de la esposa y la jornada laboral de ocho horas. En las décadas siguientes, la clase trabajadora conquistó también un sistema de negociación tripartita entre sindicatos, empresarios y Estado para acordar salarios y condiciones de trabajo. Muchos años después, en el contexto de la pandemia, un periodista británico sostenía que el relativo éxito de Uruguay contra el Covid-19 podía explicarse sobre la base de “las buenas razones que tienen los ciudadanos para confiar en el sector público”, dada la existencia de un “Estado del bienestar expansivo que proporciona acceso casi universal a pensiones, cuidado infantil, atención sanitaria y educación”.

A pesar de las particularidades y la fortaleza histórica de la democracia uruguaya, el país forma parte de una región que fue sacudida por profundas transformaciones políticas y sociales en las dos décadas anteriores al golpe. La revolución cubana de 1959 marcó el momento en que Uruguay, al igual que el resto de América Latina, internalizó la lógica de confrontación global que caracterizó a la llamada Guerra Fría. En el caso concreto de Uruguay, el final de la década de 1950 marcó también un cambio muy significativo en la historia del país. Tras varias décadas de gobiernos dirigidos por el Partido Colorado, la alternancia democrática resultante de la victoria del Partido Nacional en las elecciones de 1958 cambió la orientación del gobierno, derivando en un giro a la derecha en las políticas públicas. El resultado de las elecciones de 1958 también alteró la dinámica interna de las fuerzas armadas. El Partido Nacional había intentado durante décadas ganarse el apoyo de los altos mandos militares, en particular de los generales del ejército. El resultado de esas elecciones nacionales aumentó la influencia de oficiales ideológicamente posicionados mucho más a la derecha que los generales cercanos al Partido Colorado y que –hasta entonces– habían controlado la mayoría de los puestos de mando.

1964 fue otro año importante en la cronología que condujo al golpe de Estado nueve años más tarde. El 1 de abril de 1964 los militares derrocaron al gobierno democrático de Brasil encabezado por el presidente João Goulart, instaurando una dictadura que duró más de dos décadas en el país más grande y poblado de América Latina. El golpe en el poderoso vecino del norte causó gran inquietud en Uruguay ante la perspectiva de acontecimientos similares en el país.

La Casa Blanca y su embajada en Brasil estaban preocupadas, ya que el país más grande de Sudamérica viró a la izquierda durante el gobierno de Goulart. Aunque desde Washington DC nunca se reconoció participación alguna en el golpe brasileño, numerosas pruebas demuestran el apoyo estadounidense a los golpistas. El entonces presidente Lyndon B. Johnson reconoció inmediatamente la legitimidad del régimen militar, como siguieron haciendo los gobiernos estadounidenses tras los golpes de Estado que tuvieron lugar en toda la región en las décadas de 1970 y 1980.

El siguiente año clave en la cronología hacia el golpe fue 1968. Para entonces, el sistema político uruguayo comenzaba a parecerse cada vez más a lo que el escritor uruguayo Eduardo Galeano caracterizó como democradura, refiriéndose a un tipo particular de gobierno que mantiene la estructura formal de una democracia liberal pero con fuertes rasgos autoritarios y represivos, sin llegar a convertirse en una dictadura plena. Una característica de los cinco años inmediatamente anteriores al golpe de 1973 fue el uso abusivo de las normas legales para reprimir la protesta social y política mediante la frecuente utilización del mecanismo de las medidas prontas de seguridad, una limitación temporal de las libertades y garantías individuales prevista en la Constitución para situaciones muy excepcionales.

En febrero de 1973 se produjo una rebelión militar que incluyó la proclamación de una serie de reivindicaciones encaminadas a cambiar la orientación de las políticas gubernamentales. La insubordinación debilitó la autoridad del cada vez más autoritario presidente Juan María Bordaberry. A partir de ese momento, con la formación del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA), se instituyó la coparticipación militar en la toma de decisiones en asuntos que trascendían las competencias históricas de las fuerzas armadas.

El giro a la derecha que se produjo en el gobierno uruguayo a partir de 1959, que incluyó una serie de programas de ajuste estructural, ya había sido apoyado con entusiasmo por los sectores de la burguesía que controlaban la economía nacional. El ascenso a la presidencia de Jorge Pacheco Areco en diciembre de 1967 fue aplaudido por círculos empresariales que exigían una reacción autoritaria para hacer frente a la ola de creciente movilización sindical y protesta social.

En 1973 el contexto regional era muy favorable para los golpistas. Paraguay ya era un régimen autoritario desde 1947 y Alfredo Stroessner gobernaba como dictador desde 1954. Al otro lado del Río de la Plata, en Argentina, los militares habían derrocado al gobierno democrático en 1966. Brasil y Bolivia tenían gobiernos militares desde 1964 y Perú desde 1968 (aunque este último representaba una orientación política algo diferente a la de las otras dictaduras). En Chile, el gobierno socialista de la Unidad Popular enfrentaba la presión combinada de la oligarquía nacional y el capital transnacional. A lo largo y ancho de América Latina la salud de la democracia era frágil, con frecuentes brotes de violencia política y recortes de las libertades en un contexto general de intervención directa o indirecta de Estados Unidos. El gobierno estadounidense, tras la incorporación de Cuba al campo socialista, estaba decidido a impedir el avance del enemigo en su ‘patio trasero’ e intensificó el entrenamiento de los militares latinoamericanos en contrainsurgencia para establecer un mecanismo continental de vigilancia, represión de la disidencia y apoyo a los regímenes autoritarios alineados con sus intereses políticos y económicos.

En el Uruguay, supuestamente más democrático y estable, hacía tiempo que el panorama político, social y económico había dejado de ser idílico o diferente al de los países vecinos. Desde mediados del siglo XX, la crisis económica había sido abordada por sucesivos gobiernos con políticas de mercado que afectaron gravemente a amplios sectores de la clase trabajadora. Las crecientes protestas sociales de trabajadores y estudiantes fueron ignoradas o brutalmente reprimidas. Las guerrillas urbanas –principalmente el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros (MLN-T)–, que habían acumulado un apoyo social relativamente amplio a finales de los sesenta y principios de los setenta, ya habían sido derrotadas militarmente. Sin embargo, los golpistas seguían señalando a la guerrilla como excusa para la ruptura democrática. La esperanza de cambio social que había surgido con la creación de la coalición de izquierdas Frente Amplio en 1971 se extinguió con el triunfo electoral de la derecha ese mismo año. Los dos grandes partidos tradicionales habían perdido credibilidad, debilitando las bases históricas del sistema democrático republicano que había caracterizado al país durante décadas.

La dictadura, los militares, el poder económico y los colaboracionistas

La dictadura fue brutal. Los militares y civiles que usurparon el gobierno durante 11 años (hasta febrero de 1985) aplicaron un siniestro programa de terrorismo de Estado. Miles de hombres y mujeres de todas las edades fueron secuestrados, torturados, privados de libertad, recluidos en centros de detención oficiales o clandestinos, asesinados o forzados al exilio. Más de 7.000 personas, entre ellas adolescentes, fueron condenadas por tribunales militares sin garantías jurídicas. 197 ciudadanos uruguayos, muchos fuera del país –en el marco del Plan Cóndor, un esquema de coordinación de la represión ideado por las dictaduras del Cono Sur– siguen desaparecidos. Más de 200 personas murieron en ejecuciones extrajudiciales, en sangrientos operativos de las fuerzas de seguridad, en prisión o en las cámaras de tortura.

Los militares no actuaron solos, y la dictadura ya podía esbozarse con varios años de antelación. Los grupos que controlaban el poder económico y apoyaron las medidas represivas impuestas por las democraduras lideradas por Jorge Pacheco Areco y Juan María Bordaberry (los dos presidentes de derecha antes de que los militares asumieran el control total del gobierno) fueron los mismos que celebraron la clausura del Parlamento en 1973 y participaron en el diseño del Plan Nacional de Desarrollo 1976-1977, representando intereses empresariales vinculados a las facciones derechistas de los dos partidos tradicionales.

También fue importante el apoyo prestado por una red de intelectuales de perfil y orientación ideológica similares a los Chicago Boys que respaldaron la dictadura dirigida por Augusto Pinochet en Chile, quienes confluían en torno al semanario Búsqueda. Estos académicos, investigadores y periodistas se presentaban como liberales, pero dejaban claro que si fuera necesario limitar la libertad política para construir la tan ansiada libertad económica estaban dispuestos a aceptar esa contrapartida. Otros sectores sociales y políticos que apoyaron a la dictadura fueron las facciones de extrema derecha de los dos partidos tradicionales, redes cristianas conservadoras y bandas paramilitares neofascistas surgidas a mediados del siglo XX.

Como ya había ocurrido anteriormente en Brasil, los militares golpistas estaban interesados en controlar el gobierno para poner en marcha un proyecto económico y social mucho más amplio y participar activamente en el diseño y aplicación de las políticas públicas. Al interior de los círculos empresariales, aunque no había acuerdo unánime con las ideas y acciones de los militares, existía una preocupación generalizada por el rumbo incierto de la gestión económica del gobierno en aquel momento y un interés compartido por reducir la influencia del movimiento sindical.

Más allá del apoyo de otros agentes políticos y económicos, el actor central de este proceso fue el ejército, que se había purgado internamente eliminando a las facciones opuestas al golpe. La purga también incluyó la marginación (y, según algunos historiadores y periodistas, incluso la eliminación física) de los oficiales peruanistas; es decir, militares interesados en tomar el poder para promover reformas sociales y económicas ‘progresistas’ como las aplicadas por los militares peruanos después de que el general Juan Velazco Alvarado derrocara al gobierno democrático de ese país en octubre de 1968.

También hay que tener en cuenta la existencia de un amplio sector de la sociedad uruguaya que apoyó pasivamente el golpe. Muchos hombres y mujeres comunes que no participaban activamente en organizaciones políticas o sociales no se opusieron a la toma violenta del poder, de forma similar a lo que se observó posteriormente en Chile y Argentina. Aunque en aquella época no existían encuestas sistemáticas de opinión pública, en mayo de 1973 la empresa de sondeos Gallup realizó una encuesta muy reveladora. Según ese sondeo, el 52% de los encuestados afirmaba que las acusaciones de corrupción de los militares contra los políticos (un eje del discurso militar para justificar la disolución del Parlamento) eran ciertas, y sólo el 27% entendía que eran exageradas. En la misma línea, el 60% estaba de acuerdo con la afirmación de que los parlamentarios no se interesaban por el bienestar del pueblo y el 70% opinaba que abusaban de sus grandes privilegios, mientras que el 44% sostenía que los militares eran más respetuosos con la Constitución y las leyes que los políticos y sólo el 23% decía lo contrario. Es imposible verificar la calidad y el rigor metodológico de esa encuesta. Aun así, estos datos dan una idea del descrédito de la élite política que coincide con las conclusiones de otras investigaciones sociales de esa época. Ante esta realidad, la coalición cívico-militar que tomó el poder político en junio de 1973 se propuso desmantelar los llamados “aparatos ideológicos de la sedición”, que incluía a todos los partidos políticos, los sindicatos, las instituciones educativas y la prensa.

Las terribles heridas causadas por la dictadura siguen abiertas. La disolución del Parlamento en junio de 1973 indujo la reconfiguración de una sociedad que, a pesar de las cinco décadas transcurridas, aún no ha podido reconstruirse plenamente. Vivo fuera de mi país por motivos personales, pero nunca me he exiliado. Decenas de miles de uruguayos mayores que yo no tuvieron otra opción: se vieron obligados a exiliarse y la mayoría nunca regresó. Según datos recopilados por demógrafos de la Universidad de la República (mi universidad, orgullosamente pública), los registros migratorios arrojaron un saldo negativo de 310.000 personas entre 1963 y 1985, equivalente al 12% de la población en ese período. Las tasas netas de emigración alcanzaron su punto máximo entre 1972 y 1976, mostrando el impacto del agravamiento de la crisis política y el advenimiento de la dictadura.

Demonstration against the coup d'état in Uruguay, Montevideo, 9 July 1973

Credit: Aurelio Gonzalez

9 de julio de 1973: manifestación contra el golpe de Estado en Montevideo.

La resistencia

En cierto modo, la dictadura fue la respuesta esperada a la intensa agitación política y social que había caracterizado al Uruguay en la década anterior. A partir de 1959, los sucesivos gobiernos experimentaron con políticas de mercado. Los problemas económicos, el aumento del coste de la vida, la caída de los salarios reales y la extensión de las luchas sociales se encontraron con respuestas represivas por parte del Estado. En 1962, las marchas de los cañeros desde la frontera norte hacia Montevideo tornaron visible la existencia de otro país, muy diferente al Uruguay urbano, contribuyendo a la radicalización y unificación del movimiento sindical. En la década de 1960 se fortaleció la coordinación entre los diversos sindicatos de trabajadores del Estado (en un país con un extenso sistema de administración pública y una amplia red de empresas estatales) y el acercamiento entre las diversas tendencias ideológicas activas en el movimiento obrero.

Durante la década de 1960 Uruguay se vio afectado por la estanflación, con una economía estancada y una inflación de dos dígitos derivada de la incapacidad del sistema político para plantear una alternativa al modelo de sustitución de importaciones. En ese contexto, en 1965, los sindicatos organizaron el Congreso del Pueblo, en el que participaron representantes de sindicatos, estudiantes, cooperativas, jubilados, intelectuales y pequeños empresarios. Las organizaciones representadas en el Congreso del Pueblo acordaron múltiples propuestas para hacer frente a la crisis económica y social, afrimando la urgente necesidad de reformas radicales en la propiedad de la tierra, el comercio exterior, los sectores industrial y bancario, la fiscalidad y la educación. En este contexto, en 1966, se fundó la Convención Nacional de Trabajadores (CNT), órgano de representación de los trabajadores y de coordinación de las luchas obreras en todo el país.

Hospital Casmu 2, in Montevideo, occupied by the trade unions during the 1973 general strike against the military coup

Credit: Aurelio González

Sanatorio Casmu 2, en Montevideo, ocupado por los sindicatos durante la huelga general de 1973 contra el golpe

En los cinco años anteriores al golpe se intensificaron las luchas sociales y se agravó la violencia política, en particular el enfrentamiento entre las organizaciones guerrilleras y el gobierno. La represión estatal incluyó la ilegalización de cinco partidos de izquierda y el cierre de los medios de comunicación de la oposición. El candidato conservador del Partido Colorado, Juan María Bordaberry, ganó las elecciones de noviembre de 1971. Unos meses más tarde, en junio de 1973, Bordaberry y las fuerzas armadas dieron el golpe con el firme apoyo de cámaras empresariales y sectores políticos de derechas. La CNT y la Federación de Estudiantes Universitarios (FEUU) convocaron una huelga general, ocupando centros de trabajo y locales universitarios hasta el 12 de julio. La huelga terminó con cientos de trabajadores y estudiantes detenidos y miles de huelguistas despedidos sin indemnización. Con la CNT ilegalizada, los sindicatos pasaron a la clandestinidad. La resistencia adoptó muchas formas creativas a lo largo del periodo, incluyendo la organización en las prisiones políticas y en países de todo el mundo donde sindicalistas y activistas de izquierdas se habían exiliado.

En 1980, los militares en el poder convocaron un plebiscito para aprobar un nuevo texto constitucional de claro perfil autoritario. A pesar de la fuerte campaña propagandística del gobierno y de la ausencia de espacios legales para la acción antidictatorial, el resultado sorprendió al mundo: la ciudadanía rechazó la reforma constitucional con el 57% de los votos válidos, lo que a la postre desencadenó el proceso de apertura democrática.

Mis primeros pasos como activista social y político tuvieron lugar en mi ciudad, en 1982. Para entonces la dictadura ya había autorizado el funcionamiento de los dos partidos tradicionales y convocado a elecciones internas, en las que triunfaron los sectores democráticos. La izquierda, aún proscrita y con sus principales dirigentes encarcelados o en el exilio, llamó a votar en blanco. A pesar de las súplicas de mi madre para que no me involucrara en actividades políticas, junto a compañeros del liceo, por las noches, yo repartía volantes y pintaba graffitis en las paredes de Paysandú llamando al voto en blanco.

Durante los dos últimos años de la dictadura se intensificaron las movilizaciones sociales en las calles. En abril de 1982 se creó la Asociación Social y Cultural de Estudiantes de la Enseñanza Pública (ASCEEP), que recuperó la tradición y el espíritu militantes de la FEUU y de otras organizaciones estudiantiles anteriores a la dictadura. También se reforzaron las organizaciones de derechos humanos, en particular el Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ). El movimiento sindical resurgió: en 1983, un grupo de jóvenes sindicalistas organizó la primera manifestación del Primero de Mayo en torno a la consigna Libertad, Trabajo, Salario y Amnistía, dando lugar al Plenario Intersindical de Trabajadores (PIT). La conmemoración del Primero de Mayo de 1984 expresó la convergencia simbólica de dos generaciones de militantes sindicales, la más joven (PIT) y la más antigua (CNT), bajo el lema “un movimiento sindical unificado” y rebautizando la confederación sindical como PIT-CNT.

Otro actor social importante en la lucha contra el autoritarismo fue el movimiento cooperativo, en particular la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda de Ayuda Mutua (FUCVAM). Mi padre, Lucio Chaves, fue uno de los fundadores de Covisan 9, una cooperativa de viviendas para trabajadores donde crecí en las afueras de mi ciudad. Frente a la prohibición de los sindicatos y el cierre de otros espacios asociativos, las cooperativas de viviendas –que desde finales de los años sesenta se habían extendido por todo el país– se convirtieron en un espacio privilegiado para la organización de la clase trabajadora. El 26 de febrero de 1984, la FUCVAM lanzó una jornada nacional de lucha contra una resolución que obligaba a las cooperativas a abandonar la propiedad colectiva de las viviendas. Junto con otros miembros de mi familia y amigos de mi barrio recorrimos la ciudad recogiendo firmas en defensa de la vivienda como un bien común. La jornada terminó con más de 300.000 firmas recogidas en menos de 12 horas (en un país de tres millones de habitantes), lo que se recuerda como uno de los hitos de la lucha del pueblo uruguayo contra el autoritarismo.

En noviembre de 1984 voté por primera vez, en unas elecciones que habían surgido de un pacto infame entre los generales y las direcciones de los dos partidos nacionales, con los líderes de la izquierda aún prohibidos y muchos compañeros y compañeras todavía en prisión. Las elecciones se saldaron con el triunfo del Partido Colorado y la reapertura del Parlamento y de todas las instituciones democráticas. La sociedad uruguaya recuperaba las libertades públicas, las puertas de las prisiones políticas se abrían y mucha gente exiliada regresaba al país.

Lamentablemente, el retorno de la democracia no significó justicia para las víctimas de la dictadura. En 1986, a pesar de la fuerte oposición de la bancada del Frente Amplio, los dos partidos tradicionales que ocupaban la mayoría de los escaños en el Parlamento aprobaron una ley de nombre ridículo y contenido espantoso: la “Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado”, que bloqueaba el procesamiento de militares y colaboradores civiles acusados de violar los derechos humanos durante la dictadura. Los sindicatos, las organizaciones estudiantiles, el movimiento cooperativo y las asociaciones de defensa de los derechos humanos se organizaron rápidamente y convocaron un referéndum en abril de 1989. Sin embargo, los votos fueron insuficientes para derogarla: el 56% de la ciudadanía reafirmó la ley de impunidad.

Uruguay: uno de los primeros laboratorios del neoliberalismo

Mi decisión de estudiar (convirtiéndome en el primera de mi familia en acceder a la universidad) y luego dedicarme a la economía política estuvo muy influida por el entorno social en el que nací y crecí y por las dificultades cotidianas que mi familia tuvo que superar durante la dictadura. Soy el menor de siete hijos de un padre que trabajaba en una fábrica de la industria alimentaria y una madre que fue empleada doméstica durante cuatro décadas. Durante la dictadura, con la inflación constante y la disminución del poder adquisitivo de los salarios, mi familia –mi madre, en particular– tuvo que administrar cuidadosamente los escasos recursos disponibles para comprar alimentos y otros artículos de primera necesidad. La experiencia de mi familia no fue única, ya que la pobreza y la desigualdad derivadas de las políticas económicas de la época alteraron radicalmente el perfil mesocrático de la sociedad uruguaya.

La dictadura se convirtió en un laboratorio ideal para la experimentación con ideas neoliberales. Entiendo por neoliberalismo (uno de mis principales intereses de investigación durante las últimas dos décadas) aquella corriente de pensamiento económico centrada en el supuesto papel central del mercado y que conduce a estrategias políticas orientadas a una mayor liberalización comercial y financiera, la desregulación de las actividades económicas y la reducción del papel del Estado en los asuntos económicos y sociales. Aunque a los investigadores uruguayos interesados en estos temas nos gusta discrepar sobre la caracterización del modelo económico aplicado entre 1973 y 1985, tendemos a coincidir en que la dictadura no estableció un modelo nuevo u original sino que profundizó las políticas de liberalización y desregulación que se venían aplicando parcialmente desde la aprobación de la reforma monetaria y cambiaria de 1959.

Al principio, entre 1973 y 1977, la dictadura se mostró reacia a aplicar las recetas neoliberales en su forma más pura. La gravedad de la crisis política y económica obligó al gobierno a intentar reducir la inflación y estimular el crecimiento tras dos décadas de estancamiento. Una frase que los militares y otros funcionarios del gobierno repetían entonces era “seguridad para el desarrollo y desarrollo para la seguridad”. Proponían la industrialización de la economía basada en el apoyo a los ‘sectores no tradicionales’ para exportar, con la introducción de exenciones fiscales, facilidades de crédito, ventajas arancelarias y controles de precios. Al mismo tiempo se aplicó una dura política salarial que, al reducir los ingresos reales de los trabajadores, disminuyó los costes de las empresas privadas y redujo la participación de los salarios en el PIB del país. Según datos oficiales, entre 1973 y 1984 los ingresos de los trabajadores cayeron una media del 50% en términos reales.

Más en línea con la ortodoxia neoliberal, a partir de 1974 los responsables de la política económica se centraron en atraer capital extranjero para aumentar la inversión y acelerar la liberalización y la apertura exterior del sistema financiero uruguayo y del mercado de divisas. En 1974, el Banco Central del Uruguay (BCU) permitió la libre convertibilidad de la moneda nacional (el peso) para las transacciones financieras nacionales e internacionales y la libre transferibilidad de capitales. En 1976 se eliminaron el curso forzoso de la moneda nacional y los topes de divisas de los bancos, con la previsible consecuencia de una dolarización a gran escala de la economía.

A partir de 1978 se produjo otro cambio importante, con el abandono de la idea de un crecimiento basado en la industrialización impulsada por las exportaciones y una fuerte apuesta por la desregulación y la liberalización del comercio. Al mismo tiempo, el Ministerio de Economía hizo pública la intención de convertir a Uruguay en una plaza financiera. Asimismo, la persistencia de la inflación llevó a la aplicación de un plan de estabilización basado en la devaluación gradual de la moneda con un tipo de cambio diario preanunciado. Se eliminaron los controles de precios y las reservas obligatorias y se liberalizó el tipo de interés. En noviembre de 1979 se modificó el sistema fiscal eliminando las cargas sobre los depósitos bancarios y los ingresos corporativos, al tiempo que se ampliaba la gama de actividades a las que se aplicaba el impuesto sobre el valor añadido y se elevaba la base impositiva, con graves repercusiones en la capacidad de las familias trabajadoras para acceder a bienes y servicios básicos.

En 1982, tras la moratoria de pagos de la deuda anunciada por México, que provocó un shock que hizo que el sistema financiero internacional cortara el flujo de capitales hacia América Latina, se interrumpió el crédito externo a la economía uruguaya. Esa restricción aumentó la demanda de dólares y desencadenó una brusca devaluación en noviembre de ese año, cuando el BCU agotó sus reservas. El plan de estabilización desmoronó y el dólar se disparó, causando graves perjuicios a particulares y empresas locales endeudados en divisas.

Como consecuencia, la deuda externa de Uruguay se cuadruplicó entre 1981 y 1982. Al mismo tiempo, la crisis bancaria generada por las dificultades para recuperar los préstamos denominados en dólares llevó al gobierno a hacerse cargo de las deudas incobrables de los bancos privados en quiebra. Estas medidas, que supusieron un alto coste para las finanzas públicas y la sociedad en su conjunto, unidas a la profunda recesión de la economía mundial y a la crisis de la deuda en América Latina, contribuyeron a sumir a Uruguay en una recesión que duraría hasta el final de la dictadura. Entre 1981 y 1983, el PIB uruguayo cayó un 15%, mientras que a nivel industrial la caída fue aún más pronunciada, del 23%.

Cinco décadas después...

Avancemos al año 2023. Uruguay se ha posicionado otra vez como un faro de democracia para América Latina y el mundo. Según el Democracy Index que elabora anualmente la Economist Intelligence Unit (que monitorea avances y retrocesos políticos en 167 países a partir de indicadores referidos a los proceso electoral y el pluralismo, las libertades civiles, el funcionamiento del gobierno, la participación ciudadana y la cultura política) en la actualidad solo existen 22 democracias plenas en el mundo, y mi país es una de ellas. Uruguay ocupa el puesto 11 en ese índice, el más alto de las Américas y por encima de muchos países supuestamente más avanzados, como Canadá, Alemania, Australia, Japón, Reino Unido, Austria, España, Francia y (obviamente) Estados Unidos.

La actual democracia uruguaya está lejos de ser perfecta, pero quienes sufrimos la dictadura aprendimos a valorar la importancia de las libertades políticas, las elecciones, los partidos políticos, un sistema judicial independiente, el Parlamento y otros componentes de las democracias liberales. Cinco décadas después, con la experiencia de la dictadura a nuestras espaldas, los uruguayos valoramos la democracia y hemos aprendido que su ausencia es mucho peor que todas sus posibles limitaciones y defectos. En este marco, la izquierda –que en los años previos al colapso institucional se había acostumbrado a concebir la violencia política como un resultado natural de la injusticia social– se ha reposicionado como la fuerza política más democrática del país y la más reacia al autoritarismo (salvo contadas y criticables excepciones).

Asimismo, a pesar de la devastación social causada por las políticas económicas de la dictadura, Uruguay ha logrado recuperar sus históricamente altos indicadores de bienestar social y hoy es caracterizado como un país de muy alto desarrollo humano por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Uruguay sigue siendo el país socialmente más avanzado y menos desigual de América Latina. Aun así, la brecha que se amplió durante la dictadura no se ha reducido, y el gabinete económico del actual gobierno parecería que está leyendo un manual escrito por los ministros de economía y finanzas de la dictadura. Entre 2019 y 2022 la participación de los asalariados en el PBI cayó un 2%, mientras que la del capital aumentó en la misma proporción, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) y el BCU. Al mismo tiempo creció la pobreza: hoy hay 42.000 pobres más que en 2019, de los cuales casi el 20% son niños. La política económica de la dictadura pretendía una desregulación salvaje del mercado laboral basada en la represión sindical. El objetivo era abaratar los costes laborales para aumentar los beneficios empresariales. En consecuencia, los salarios se ajustaron a la baja durante todo el periodo autoritario. La similitud entre las políticas aplicadas por la coalición conservadora que gobierna Uruguay desde 2020 y por la dictadura hace cinco décadas no es una mera coincidencia.

El legado del golpe sigue siendo observable en muchos frentes. Mientras escribo este texto, leo en la prensa uruguaya que antropólogos forenses de mi universidad han encontrado restos óseos enterrados en un cuartel militar de las afueras de Montevideo. Según la Asociación de Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos, esos huesos son, casi con toda seguridad, los restos de un compañero asesinado por los verdugos del terrorismo de Estado. Algunos de los asesinos y torturadores más reconocidos de aquella época, militares y civiles, están finalmente en prisión. Muchos otros, sin embargo, siguen libres o han muerto sin haber sido juzgados por ningún tribunal.

El pasado 20 de mayo, como cada año, una marea de decenas de miles de personas marchó por la principal avenida de Montevideo para reclamar verdad y justicia por los 197 hombres y mujeres desaparecidos tras ser detenidos por las fuerzas de seguridad entre 1973 y 1984. Portando carteles en blanco y negro con los rostros de los desaparecidos y margaritas, el símbolo de la causa, los manifestantes reafirmaron la exigencia de una respuesta clara por parte del Estado. Al final de la Marcha del Silencio, Alba González, madre del desaparecido Rafael Lezama –un militante estudiantil que tenía 23 años cuando fue desaparecido– leyó un comunicado en el que exigió “con más fuerza que nunca la búsqueda de nuestros familiares, que no puede seguir siendo una búsqueda a ciegas. Es necesario que quienes tengan información la den. Es urgente romper el silencio y detener la cultura de la impunidad”.

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